Soplo escarlata.


En un pequeño pueblo japonés, en medio de verdes campos y colinas ondulantes, vivía un joven llamado Akira. Era conocido por su alma gentil y su pasión por la jardinería. Desde niño, había encontrado consuelo entre las plantas y flores, desarrollando un conocimiento profundo y un amor por todo lo que crecía. Las tardes en el jardín de su familia eran su refugio, donde pasaba horas cuidando cada planta con dedicación.

Una tarde, mientras paseaba por el mercado del pueblo, sus ojos se posaron en una flor que nunca había visto antes: una higanbana de un rojo profundo y vibrante. La flor parecía casi etérea, con sus pétalos largos y delicados que se extendían como llamas en la brisa. Recordando los relatos de su abuela sobre esta flor mística, Akira decidió que sería un regalo perfecto para Kaori, una mujer de espíritu libre que había conocido recientemente. A pesar de la breve duración de su relación, había surgido una conexión especial entre ellos.

Esa noche, Akira visitó la casa de Kaori, una encantadora cabaña situada al borde del bosque. Kaori lo recibió con una cálida sonrisa y ojos llenos de curiosidad.

¡Akira, es preciosa! Nunca había visto una flor así —dijo ella, mientras tomaba la higanbana en sus manos.

Supe que te encantaría en cuanto la vi. Es única, como tú —respondió él, con una sonrisa.

Ella, agradecida, colocó la higanbana en un jarrón en su salón, donde la luz de las velas hacía que los pétalos parecieran brillar con una luz propia. Al acercarse para oler su fragancia, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero lo atribuyó a la emoción del momento. Pasaron la velada conversando y riendo, compartiendo historias de su infancia y sueños para el futuro.

Siempre he querido visitar los jardines de Kioto en otoño —dijo ella, mirando a Akira con una chispa de ilusión en sus ojos.

Sería un viaje maravilloso. Las hojas rojas y doradas deben ser espectaculares —respondió él, imaginando el paisaje pintoresco.

A medida que avanzaba la noche, Kaori comenzó a sentirse mal. Una sensación de pesadez y fatiga la invadió, y decidió finalizar el encuentro.

Lo siento, Akira. No me siento muy bien. Creo que necesito descansar —dijo, con una expresión preocupada.

No te preocupes. Ve a descansar. Podemos vernos mañana —respondió él, con una mirada comprensiva.

Ella se disculpó, prometiendo reencontrarse pronto, y se fue a dormir temprano. Al acostarse, notó una extraña sensación de pesadez, como si un manto invisible la envolviera. Trató de descansar, pensando que una buena noche de sueño la ayudaría a recuperarse. A medida que la oscuridad la rodeaba, Kaori cayó en un profundo sueño lleno de sueños vívidos y desconcertantes, poblados por figuras sombrías y susurros inaudibles. Durante la noche, su mente navegó por paisajes oníricos extraños, mientras su cuerpo permanecía inmóvil, ajeno a los cambios que ocurrían a su alrededor.

Al día siguiente, Akira intentó ponerse en contacto con ella, pero no obtuvo respuesta. Preocupado, decidió visitarla, pero al llegar, la casa estaba vacía y en silencio. Mientras tanto, Kaori, sin darse cuenta de lo que había ocurrido, continuaba con su vida diaria. Sin embargo, pronto notó que cosas extrañas comenzaban a suceder a su alrededor. Los espejos reflejaban imágenes distorsionadas, las luces parpadeaban sin motivo aparente, y sentía una presencia constante observándola. Las puertas se abrían y cerraban solas, y a menudo encontraba objetos fuera de lugar o desaparecidos, solo para reaparecer en lugares insólitos.

A medida que pasaban los días, los fenómenos se volvieron más intensos y aterradores. Los objetos se movían solos, escuchaba susurros en la oscuridad que parecían llamarla por su nombre, y tenía la sensación de que algo invisible la perseguía. Las sombras en su casa parecían cobrar vida, extendiéndose por las paredes y el suelo como si tuvieran mente propia. Estaba aterrorizada y no sabía cómo enfrentarse a estos eventos inexplicables.

Una noche, mientras estaba sentada en su salón, rodeada de la inquietante atmósfera que se había convertido en su nueva normalidad, recordó la higanbana. Algo en su interior le decía que la flor tenía una conexión con los sucesos extraños. Al acercarse nuevamente al jarrón y aspirar su fragancia, un torrente de recuerdos y emociones la invadió. Desesperada por encontrar una manera de liberarse, se dio cuenta de que, pese al paso de los días, la flor seguía fresca y vibrante. Decidió entonces leer un libro de botánica que tenía olvidado en un estante de la librería. A medida que avanzaba en su lectura, encontró un poema:



*En tierras de Japón, donde el sol se posa,  
Florece en los caminos la higanbana roja.  
Sus pétalos, como llamas en la brisa,  
Cuentan historias de almas y vidas.*

*Guía de los perdidos, en susurros suaves,  
Marca senderos antiguos hacia el valle.  
En cada otoño, su belleza revive,  
Tejiendo lazos entre lo muerto y lo que vive.*

*Lirio de araña, flor del equinoccio,  
Tus raíces beben de un suelo nostálgico.  
En el silencio del cementerio antiguo,  
Guardas secretos y voces del abismo.*

*Higanbana, flor del olvido y la memoria,  
Crecen en tu belleza leyendas y gloria.  
Eterna guía de almas sin nombre,  
Tu rojo resplandor nunca se esconde.*



Mientras leía, encontró una sección que describía los efectos nocivos de la fragancia prolongada de la higanbana, capaz de llevar a quienes la inhalaban a cruzar al más allá. Al darse cuenta de esto, Kaori aceptó su destino. Sabía que su tiempo en el mundo de los vivos había terminado y que necesitaba dejar ir. Con un último suspiro, dejó que la fragancia de la higanbana la envolviera, permitiendo que su alma encontrara el descanso que tanto necesitaba.

Al día siguiente, Akira, guiado por un impulso inexplicable, visitó la casa de ella. Al entrar, sintió una calma extraña y vio la higanbana en el jarrón, ahora marchita. Curioso y preocupado, encontró el libro de botánica abierto en la página que Kaori había estado leyendo. Al leer sobre los efectos de la higanbana, comprendió que la flor era la causante de los fenómenos y del destino de Kaori. La tristeza que sentía se transformó en ira al darse cuenta de que aquella hermosa flor había sido la causante de tanto sufrimiento. En un arrebato de furia, tomó el jarrón y lo arrojó al suelo, viendo cómo se rompía en mil pedazos.

¡Maldita flor! —gritó, con lágrimas en los ojos—. ¡Te llevaste a Kaori!

Al ver los pétalos esparcidos en el suelo, Akira sintió una mezcla de dolor y alivio. Sabía que había liberado su ira, pero también comprendía que nada traería de vuelta a su amada. Así, la higanbana quedó como un símbolo de amor y pérdida, una flor que conectaba dos mundos y que había ayudado a un alma perdida a encontrar su descanso eterno, pero a costa de un corazón roto.




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La belleza exterior puede ser engañosa y, a veces, oculta peligros profundos. No siempre debemos dejarnos llevar por lo que vemos en la superficie, sino investigar y comprender completamente lo que traemos a nuestras vidas. Las decisiones tomadas con las mejores intenciones pueden tener consecuencias inesperadas. Es vital ser conscientes y cuidadosos con nuestras elecciones, considerando sus posibles efectos a largo plazo.
El amor y la conexión humana tienen el poder de trascender incluso las fronteras de la vida y la muerte. Aunque el dolor de la pérdida puede ser abrumador, los recuerdos y el impacto de las conexiones profundas perduran, demostrando que el amor verdadero es eterno.
Además, es natural sentir ira y dolor ante la pérdida, y expresar estas emociones puede ser una parte importante del proceso de duelo. Sin embargo, es crucial encontrar maneras de seguir adelante, honrando a nuestros seres queridos y recordándolos con amor y aprecio por el tiempo compartido.
En resumen, debemos ser cautelosos en nuestras decisiones, valorar y apreciar las conexiones profundas, y encontrar formas de enfrentar y superar el dolor de la pérdida. La belleza puede ser engañosa, pero el amor verdadero trasciende cualquier barrera.





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